Fue en 2011 cuando me acerqué a una clínica especializada en desórdenes alimenticios por primera vez. Ahí conocí a mi psicoanalista, a la que llamaré Susana. Cada interacción en ese inicio fue fundamental para encontrarme en donde estoy hoy. Ella, con sus enormes capacidades, me daba no sólo terapia individual tres veces a la semana, sino además dirigía terapias de grupo especiales: terapia de espejo y terapia de grupo guiada por narraciones con fotografías de nosotras, las pacientes.
Cada una de las sesiones con Susana era profunda, esclarecedora, compleja y sanadora. Siempre me admiró su gran capacidad de guía. Fue gracias a esta admiración, firmemente establecida en mí, por lo que nunca solté a Susana como mi guía para la vida. El camino no ha sido perfecto, pues en algún momento tuve una recaída fuerte. Esto fue al poco tiempo de haber empezado: gran parte de mí huyó de todo el sistema de terapias. Pero Susana, su imagen, su voz y su guía, permanecieron conmigo, aconsejándome. Hasta que lo que había internalizado de ella se quedó demasiado corto.
En 2013 estuve todo el año sin terapia y en un ciclo adictivo de muchos comportamientos autodestructivos. Mi vida no llevaba a nada, no había ningún objetivo, rumbo, o dirección, más que huir. No sólo estaba estancada, me estaba aniquilando. Recuerdo sólo temporadas de gimnasio y televisión, de fiesta y redes sociales, de atracón y vómito, de descontrol y anestesia. Así fue el año 2013, uno en el que además estuve extremadamente aislada, pues decidí vivir lejos, en el bosque. Mis amistades estaban suspendidas en un puente hacia convertirse en lo que son hoy: aquellas que se transformaron conmigo después de esta etapa, aquí siguen y a aquellas que se fueron por otros caminos las he ido perdiendo, incluidos dos fallecimientos.
Diez años parece poco, el número es pequeño, y la vida puede o no transformarse en un periodo de tiempo de esta magnitud. En mi caso, todo se transformó. En 2014 reinicié mi proceso de recuperación. Ese año volví a la universidad para concluir mi proceso de titulación, y me involucré poco a poco en otras actividades laborales. Se terminó el aislamiento, principalmente forzada por el hecho de tener sesiones diarias en NEANDI. Al poco tiempo me mudé más cerca de la ciudad y comencé a hacer vínculos de nuevo, o a recuperar los que había perdido y habían tenido la paciencia de esperarme.
Hoy me duele saber que perder vínculos no depende sólo de una, también de los otros. Al querer rescatar mis vínculos me sale un espíritu codependiente de querer “rescatar” a las personas. Este deseo es más bien el de que su camino sea lo más parecido posible al mío, para que la línea del teléfono alcance a conectarnos todavía. Hoy me duele que tengo cuatro amistades a las que mi línea telefónica parece no alcanzar más. Puentes. Seguimos cruzando puentes, y al continuar, muchos de ellos se desvanecen en el tiempo y ya no hay camino de vuelta, pero está bien. Es la vida.

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