Lo sé, lo siento, llevo días platicándoles sobre mi mundo-circo interno y les he dicho muy poco sobre mi historia, quién soy yo y qué vivo día a día. Quiero compartirles un poco más sobre esto, mi presente y el camino recorrido.
Hoy aprovecho que estoy trabajando con mi niña interna para platicarles de las dos versiones de mí: la adulta, de 36 años, y la niña, menor de 10. ¿Qué fue lo que llevó a Sofia adulta a acercarse a su niña? Aquí les va el relato.
Hace un par de días, mientras me acostaba para cerrar la jornada, relajada, con el celular en las manos, una angustia avasallante se apoderó de mí, de cada músculo, de cada latido, de cada sensación; de mi vista, de mis pensamientos. “No otra vez, no, por favor, ¡no!, ¡ya no quiero!”, imploró mi voz adulta, la que ha vivido esto recurrentemente. “¿Qué hice mal y por qué estás aquí de nuevo?”, le preguntó esa voz a mi angustia. La angustia me dijo: “Me siento abandonada”. “¡Ya lo sé!”, respondió impaciente mi voz adulta, “pero, ¿por qué tienes que recordármelo?”. “Porque quiero sanar”, respondió mi niña. Y decidí hacerlo.
Decidí preguntarle qué quería sanar. Me platicó. Me platicó sobre lo sola que se sentía, sobre el miedo que se apoderaba de ella cada vez que su mamá le dejaba de hablar o que su papá no tenía tiempo para cuidarla. Cada que parecía haber una crisis económica. Cada que tenía que adaptarse a una casa nueva, pues esta niña vivía en dos casas: en la de su mamá los lunes y miércoles, en la de su papá los martes y jueves. Los fines de semana se repartían, uno en una casa y al siguiente en la otra… desde los 3 hasta los 14 años.
Me platicó sobre la angustia de perder el cariño de su mamá una noche. Estaba en segundo o tercer grado de primaria y ese día tenía que entregar boletas. Sofía de 8 años había reprobado una materia, y me platicó cómo se tuvo que meter a la cama antes de enseñarle a su mamá las calificaciones. Se tuvo que meter a la cama para protegerse de las voces recriminantes de su mamá y del silencio que se alargaría por un tiempo indeterminado. Así, al menos, después de dar la noticia, Sofía pequeña podría hacerse bolita y dormir, ella, segura, con ella.
Le dije que me hubiera gustado estar ahí, para tranquilizarla, para decirle que no era su culpa, para decirle que a su mamá ya se le pasaría, y que ella seguía siendo querida y valiosa, y que nada, nada le iba a pasar. “¡Pero no estuviste!”, me gritó entre llantos y enfados mi niña, “¡y yo tuve que aprender a nunca más fallar, y míranos ahora! ¡Fallando otra vez y abandonadas!”.
“No, pequeña, no”, le respondí. “No estuve, no porque no quisiera, sino porque aún no crecía”. “No estuve porque todavía no existía, pero tú, tú sí merecías que yo estuviera, que alguien te protegiera, y no tendrías que haber sido tú, a tu corta edad y con tus pocas herramientas”.
“No, pequeña, no, no estamos fallando, la vida es así, tiene aciertos y errores, tiene logros y pérdidas, no es una falla, no son tus fallas, y no hay logros que tengas que perseguir, y mucho menos que tengas que perseguir para ganarte el cariño de alguien más. Ese cariño te lo mereces por ser tú, no por tus calificaciones, o tu trayectoria, por ser tú”.
“No, pequeña, no, nadie nos está abandonando, hemos estado muy solas, porque tenemos que cuidar a Rima, nuestra perrita, ella nos necesita ahorita, pero aquí estoy yo para ti, y la gente que te quiere para ti, nadie te puede abandonar, y si crees que el baboso que no contesta tus mensajes te está abandonando, no es abandono, es un tonto sin capacidad de verte, de conectar, de sentirte, no le creas”.
Y así han sido mis conversaciones y mis llantos. Y mientras Sofía adulta consuela a la pequeña para darle tranquilidad, ella misma no sabe de dónde agarrarse, mientras le da vueltas al mundo laboral, con la necesidad de encontrar un trabajo, para poder mantenerse a sí misma, y a la niña a la que prometió no abandonar. Pero esa es otra historia.
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